Estimo que eran algo así como las cinco y algo de la tarde del 25 de junio de 1977.
Estaría enfrascado en mis estudios cuando mi padre me pidió que lo siguiera. Fui tras él desde la cocina, por la sala de estar, un pasillo breve hasta la habitación matrimonial. Mi madre dormía en el lado derecho de la cama, el más cercano a la ventana -no sé por qué, pero ahora que lo pienso era el mejor lugar comparado con la vista de una pared en blanco como todo horizonte más allá de la mesa de luz. Esta última era la opción que había elegido mi padre, aunque ya había dejado ese espacio desde que mamá había regresado de Buenos Aires.
Ella estaba sobre su costado derecho; por sobre la sábana, las varias frazadas y el cubrecama, asomaba la parte superior de su cabeza; eran visibles sus largos y lacios cabellos castaños salpicados apenas por unas hebras más claras. El cuerpo parecía un plácido túmulo, delgado y pequeño.
Desconocía lo ocurrido previo a la convocatoria. En la escena especulé qué habría sucedido poco antes que traspusiéramos el marco de la puerta. Inexplicablemente, por mi cabeza apareció la imagen de las semillas que dispersábamos al vaciar la lata del canario en la arena de la calle. Si, por las razones que fuera, ibas al exterior por esa puerta varias veces al día, seguramente no habría gorriones, u otros pájaros, en el exterior, pero inferías lo ocurrido dado que los desechos se reducían cuantitativamente. Podrías hallarlas más dispersas o, y no las reduzcamos a estas alternativas, algún gorrión malherido o muerto, ya que su capacidad de desvanecerse antes de lo inevitable no era similar a la desplegada cuando percibían el pesado ruido de la puerta de calle.
“Vine a despertarla de la siesta para que merendara y fuera a caminar un poco. Pero no logro sacarla de este estado. Fijate vos”. Era una imponente cama de madera de incienso que habían fabricado presidiarios de la cárcel local. Él estaba cercano a la cabecera. Le sacudió el hombro con la mano derecha. No respondió. Iba a retirar las sábanas, pero se detuvo cuando pedí que trajera agua que no estuviera muy fría. No sé por qué lo hice. Regresó con una palangana plástica de color verde y una toalla, que no pedí. Se mantuvo detrás mío, tomé la toalla y la empapé suavemente en el agua tibia. La escurrí y doblé con cuidado, el mismo con el que la pasé una, dos y una tercera vez por el costado izquierdo de la cabeza que se arriesgaba por fuera de la pila de géneros que cubría el cuerpo. Esperamos unos segundos, como quien grita por alguien en la boca de una cueva.
Alcé la mirada y cercana al techo me hallé con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Era diferente a algunas otras, vestía una túnica blanca inconsútil con otra pieza roja que dejaba libres las manos con los signos secretos de la bendición. El Cristo miraba más allá, como si traspusiera los muros y observara mi habitación desordenada.
Mi madre comenzó a moverse. Papá volvió a la vida. Mamá nos miró, sin pasarse las manos por la cabeza mojada, se sentó y papá la vistió, calzó y abrigó mientras le hablaba alegremente. Ella, en silencio, se levantó, lo siguió al baño, donde él la aseó y peinó. La sentó a la mesa de la cocina. Ella seguía ausente. Papá le dio la leche con galletitas partidas ad-hoc. También puso en su mano un pan con manteca y azúcar. La acompañó hasta la puerta del patio, donde ella había escrito un sendero en el que permanecía girando en el sentido antihorario hasta la caída del sol.
Un año y cuatro días más tarde, estaba en mi dormitorio, arropado y acurrucado para mitigar el frío. La mañana y la radiación solar hacían que un holograma del patio se filtrara por un extraño reflejo en el techo de la habitación. Estaba observándolo, recordé el suceso del agua tibia, la toalla y la palangana verde.
Mi padre abrió la puerta, lloraba y dijo “mamá no respira”.
Este texto fue escrito durante el IV Mundial de Escritura, realizado en junio de 2021. El autor integró el grupo “el jardín de Alejandra”.