Vino una persona y pidió que escuchara su sueño. Contó que se veía frente a una ‘pared’ de zapatos. “Era una hilera de zapatos-ladrillos, para llamarle de cierta manera. Estaban perfectamente acomodados. Cada par se disponía en trebolillo respecto de los otros, y cada uno era distinguible de los otros. Par junto a par, junto a par, y así. Se elevaban desde el piso frente a mí. Algunos a la izquierda, en la parte superior de ese muro zapatero, comenzaban a desmoronarse. Y supe que era la muerte. Mi muerte”, dijo.
Luego de lo cual, se quedó, mirándome, con total tranquilidad. Tal si la muerte fuera una cosa natural. Que en realidad lo es, pero lo olvidamos, o preferimos no recordar a cada instante. Como buenos consumidores irresponsables, llevamos la fecha de vencimiento encima, mas no queremos conocerla. Portamos la caducidad desde el nacimiento, pero no queremos ni pensar en ello; la vida está para otra cosa. En días que la autoestima está decaída, pensamos: “tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor. El que tenga esas tres cosas, que le dé gracias a Dios”. En otros días, esa letanía se convierte en el leit motiv que necesitamos para seguir empujando la vida. ¿Hacia dónde?
En verdad Dios, al que hay que agradecerle por salud, dinero y amor, no está harto de estos comportamientos musicales nuestros, o de nuestros ejercicios de vida, que mostramos como un portento.
Menos le molesta que esperemos todo de él, sin aportar una millonésima de gramo de nuestra parte. Él lo sabe, porque nos creó. Nos conoce muy, muy bien. Nosotros intentamos crearlo, y en ocasiones somos exitosos, y lo presentamos con diversas figuras, formas, inclinaciones. Cuando vamos orgullosos a mostrarle al vecino: “¿Puede verlo? ¡Este es mi Dios! ¡Es el mejor!”. Y el vecino saca de su billetera una imagen del suyo, nos detalla cuáles son sus profetas, sus autoridades, sus textos sagrados. Hay una similitud, sí, mas el dios que creamos, es decir el nuestro, el de nuestro lado, es mejor. Superior a ante todos los otros, como lo atestiguan siglos, milenios de existencia de los dioses creados a imagen y semejanza de nosotros, los hombres. Todos los hombres. Los que fuimos, los que somos.
¿Mortales nosotros? ¡No! Mortales son los Hijos de Dios, los que dejaron su estado inmortal para recordarnos que el que muere es el cuerpo. Y se dejaron meter los dedos en las heridas mortales para que lo comprobáramos. ¡Pero ni aún así! ¡Justo hoy estamos flojos de entendederas!
Tampoco queremos saber nada cuando recurren a la parábola de la semilla, que desde que germina tiene grabada en su interior su existencia, su muerte y su resurgimiento en otra semilla. ¿Saber? Ni oír, deseamos. Las clases de Biología están tan alejadas de nuestra actualidad. Y, como si fuéramos doctores de la vida, exponemos: “si aplica a los vegetales, no va para mí. Porque no soy vegetal”, como si fuéramos la encarnación de Linneo. Mas, nuestros órganos internos están relacionados con el reino vegetal, como los huesos con el mineral, y, qué decir del reino animal, que predomina en nosotros. ¿Al menos podemos comprender eso?
“Justo ahora. Justo hoy, que soy el animal más territorial y despiadado que existe, al menos en este parche del globo terráqueo…”, escribimos por WhatsApp, en Instagram, Tinder, y otras tantas lianas de nuestra selva digital.
Un día después, quien soñó que anunciaban su muerte frente a un muro de zapatos, regresó y me pidió que lo interpretara.
Con suficiencia indiqué que probablemente le habían indicado cómo era la muerte, en el sentido que las vidas pueden ser caminatas que hacemos con diferentes calzados. (Dije esto aunque no me había especificado si en el sueño tenía ante sí zapatos de niño, para hombres, para mujer, sin distinción de sexos).
Expresado así, parecía razonable, me dije autosuficiente. Muchos calzados, muchas vidas. Hilvanados a lo alto, según pasaba una andadura tras otra, y luego los dejábamos, como una parte desechable, para seguir el camino. Hasta que lleguemos a destino.
El asunto del destino, no lo comenté en esa circunstancia, pero imagino ahora, al menos lo espero, que todos tengamos el mismo Destino en este, o ese Caminar.
“Y, ¿qué significa que yo esté de un lado de la línea de zapatos?", me preguntó, luego, la persona. Medité y di por hecho que si estaba de aquel lado, y yo, el intérprete, estaba de este, allí debía ser el lado de los muertos, con una línea de zapatos como división. Yo, de este lado, le dejé en claro. Se lo expliqué taxativamente: “usted estaba de aquél lado. Del otro lado. Del más allá. Finito. Muerto. Caput. En mejor vida - añadí -, como para suavizar la línea interpretativa”.
“Déjeme terminar”, pidió con calma la persona. “En el sueño, yo estaba frente a un espejo. Y cuando uno está ante un espejo: ¿cuál es el acá? ¿cuál el allá, el otro lado?"
Sentí que me desvanecía. Sin pesadez alguna. Sin ataduras. En esta parte del espejo me veía con algo bajo el brazo: una carpeta que decía: “Libro de tareas. Capítulo 696”.
Allá, de aquél lado, la persona inclinó la cabeza, y en sus labios vi un movimiento propio de las comisuras de los ángeles que, podría asegurar, parecía un rezo.