– “Soy muy malo leyendo”, balbuceó el muchacho apenas ingresó a la sala. Sin saludar, dar detalles de quién era él o por qué estaba allí. En el lugar había sólo silencio, interrumpido por algunos suspiros, respiraciones pesadas.
– “Espero que sean mejor audiencia que yo leyendo. Porque de verdad, soy horrible”, insistió, tratando de ganar coraje. En la sala, las paredes verde agua con guardas de un esmeralda muy suave eran iluminadas por el sol de la mañana.
– “Vas a tener que hablar más fuerte”, dijo un hombre en la punta opuesta. “Yo acá, no escucho bien”.
– “Bueno, escribí algo, porque mis doctores me lo pidieron. Me resistía a hacerlo, pero me dijeron que si escribía mis miedos en un cuaderno, sería más fácil afrontarlos y hasta, tal vez… arrancarlos de una vez”.
– “Sí, son muy jodidos los miedos”, señaló Isabel.
– “¿Puedo empezar?”, preguntó el joven.
– “Si no hay más remedio”, dijo Luis. “A mí me gusta ver El Zorro, pero todavía no es la hora”.
– “Resulta -se incomodó el muchacho- que tengo un problema enorme… bueno es una forma de decir…”
– “Sos muy larguero”, retrucó Luis. “Largá todo de una vez…”
– “Es que tengo los genitales pequeños”, deslizó suavemente el recién llegado.
– “Eso no es problema –opinó Julia, con su pelo teñido de negro y muy bien maquillada–, tuve un novio así, y no voy a dar detalles, pero te puedo asegurar que no hay problema. Incluso, uno de mis hijos, lo vas a ver un día de estos, tiene los testículos esmirriados y el pitito también. Tiene hijos, y vive una vida normal”, agregó, mientras algunos en la sala comenzaban a reír. Tanto por lo contado por el recién llegado, como por la revelación de Julia, quien había demorado menos de lo esperado en asumir el protagonismo en el escenario, porque la vida misma era un escenario para ella.
Ante las risas de su audiencia, el muchacho comenzó a sollozar. Se hizo un ovillo apretando contra sí las carpetas que había sacado de una bolsa plástica. Al verlo, la sala estalló al unísono en una carcajada.
– “También soy muy horrible contando cuentos. Jamás se ríen con mis cuentos. Nadie…
– “No se dice muy horrible –interrumpió Carmen, que trataba de incorporarse para buscar al hijo que nunca había tenido. Había sido maestra normal, y eso no era cualquier cosa en Santa Rosa, si se tiene en cuenta que en la avenida Julio A. Roca, funcionó la mejor escuela pública formadora de maestros de la ciudad. Hoy, si la buscan, deberán ir por avenida San Martín, hacia el Oeste, y hallarán el viejo edificio. No traten de ir hacia el Este, porque allí sigue la Casa de Gobierno custodiada por la inmensa estatua de un soldado de las tropas de Roca, que parece mirar al poniente, para muchos, el desierto. Y a escasos cien metros, como su par de opuestos, un inmenso Calfucurá observa la ruta 5, con el horizonte puesto en Buenos Aires. Está claro que con esta división, San Martín no tiene ni Norte, ni Sur por estos lares, sólo Este, porque al fin de cuentas, siempre Santa María de los Buenos Aires parece ser el punto de partida o el destino de todo en este país. “No se dice soy muy horrible…” se aprestaba a continuar Carmen.
– “Ahora se dice de cualquier forma. Yo creo que horrible está bien. Es una palabra que nació inclusiva, y no hubo que cambiarle nada en estos tiempos que se habla y escribe de la forma que cada uno quiere. ¿¡No es horrible!?”, exclamó Luis, metiendo la cuchara, como le gustaba decir a él.
– “Dejen hablar al muchacho”, pidió Tita, con su suave acento norteño y la sonrisa que le planchaba las arrugas en su cara cobriza.
– “Me quiero morir”, soltó el joven, compungido.
– “Todos nos vamos a morir”, espetó ácidamente Julia, mientras Isabel se santiguaba, por si las dudas, por si pensarlo, o tan sólo imaginarlo, fuese la muerte misma.
– “Nadie se muere de eso, m’hijo”, opinó Orlando. Era un gigantón bonachón que disfrutaba beber vino sanjuanino, que le acercaba la sobrina, comer pan y trafagar la comida hasta el último grano de arroz adherido a los dientes del tenedor. Y, por supuesto, escuchar a Jotaele todas las mañanas en la radio. “Sí, vas a morir. Quienes estamos acá vamos a morir”, señaló el bonachón con un ademán abarcador que incluía la sala, Santa Rosa, la provincia y el mundo. “Pero hoy estamos vivos. No vas a morirte por tener un pitito estrujado…”.
– “Lo dije yo primera”, intervino Julia, acentuando la inclusividad.
– “…quedate tranquilo. No es mayor problema”, completó Orlando, como si no hubiera escuchado a la mujer sentada en la silla de ruedas y pintada como para evitar pasar desapercibida.
– “Nunca lo conté, pero ya que se saca el tema, mi mayor problema era que cuando tenía que salir a bailar con una chica, tenía erecciones. Ahora hablan de erecciones blandas. Tal vez porque ahora se baila suelto, descoyuntados, como zombis apaleados. En mis tiempos, se bailaba siempre juntito. ¡Y yo con mi problema! ¿Y si las señoritas se daban cuenta?, me preocupaba yo”, remarcó Rulo. “La verdad es que no tenés que desear ni envidiar el jardín del vecino, ni la manguera con que riega -guiñó el ojo a todos, como en una barrida y lo sostuvo en dirección al joven-; eso es puro qué dirán, puro cuento. Nadie tiene tantos éxitos, la vida es una sucesión de derrotas que educan”.
El joven observó cómo el grupo festejó la salida de Rulo, y la sala se llenó de risas. “Morir de eso”, exclamaban como teros en cercanía de extraños, aunque aquí no había alertas sino carcajadas, viejos muertos de risa.
Se abrió la puerta e ingresó un hombre canoso, no muy alto, con un yogur en un vaso plástico con cereales y una manzana en la otra. Volvía del quiosco que, haciendo esquina opuesta, había armado más de cincuenta años atrás Don Vaquer, un ex empleado público de Contaduría de la provincia, en la esquina de Moreno y San Martín.
– “¿Viene de lo de Fontich, doctor?”, preguntó Luis, que supo tener una carnicería en el barrio Río Atuel, pero siempre estuvo muy informado de lo que sucedía en la ciudad.
Al escuchar “doctor”, el joven se incorporó y al buscarlo a su espalda se encontró con un hombre no muy alto, canoso, de ojos claros, barba y bigote.
– “El almacén de Fontich estaba en la otra cuadra, pasando Garibaldi. Creo”, dijo Orlando.
– “No. Estaba en la esquina de Moreno y San Martín, o por San Martín, pero hacia Garibaldi. En Garibaldi y San Martín estaba el negocio de dos hermanas que eran idénticas y petisitas. Era un negocio de alta moda, como el de la señora de Montes de Oca, al lado del Correo. Mi mujer quería ir siempre ahí”, retrucó Luis.
– “O a Porotyna”, en calle Yrigoyen, casi pegada a Casa Piola, frente al Partido Justicialista, aportó Julia.
– “Acá, donde estamos ahora, creo que hace años era la casa del abuelo de Pablito Tueros. Al lado, hacia Gómez Rouco, también había una boutique”, añadió con dejos de femme fatal.
– “Me gusta ver que tienen esta mañana. ¿Pero qué pasa acá?”, les dijo el profesional recién ingresado.
– “Nada, Alberto, que este chico se quiere morir porque tiene el pitito corrugado”, disparó Julia.
– “¿Vos cómo diste por acá?”, preguntó Alberto al muchacho.
– “Mi psicólogo me dijo que viniera al grupo que él coordina. Que como se iba a retrasar un poco, hablara, mientras tanto, con la gente que ya hubiera llegado. ¿Por qué?”
– “Vení, vamos a tomar… vos un café ¿o preferís un yogur con cereales como yo?”, le dijo Alberto, abrazándolo.
– “Alberto, dejá que el pibe vuelva mañana”, dijo Luis. Y el grupo repitió la rutina de los teros, con bromas y carcajadas que saltaban por toda la habitación, inundados de mortalidad, abrazados a la muerte, muriéndose de risa. Muriendo antes de que llegue el momento, para no tenerle miedo. Y volver en otra vida, a llorar, a reír, a vivir.
– “¿Volvés mañana, entonces, como dicen tus amigos?”, preguntó Alberto. “Tomá, llevame la manzana”, le dijo. Y le dio, amablemente, dos coscorrones con la mano libre.
– “Bueno”, respondió el pibe sonriente. “Pero mire que soy horrible leyendo”, añadió mientras leía en el delantal del médico, su nombre bordado, y la especialidad de Alberto: oncoloco.
Afuera, en el árbol de la vereda, quién lo diría, un par enorme de pichones corpulentos, de plumaje marrón, patas y picos amarillos, jugaba bruscamente. El joven se rascó la cabeza, mordisqueó la manzana que nos hizo mortales, ni se acordó que hay quienes aseguran que por eso nos expulsaron del Edén, y suspiró aliviado.
Inspirado en la película Dios se lo pague, dirigida en 1.947 por Luis César Amadori, con Zully Moreno y Arturo de Córdova en los papeles protagónicos. Era una adaptación de la obra teatral homónima, de Joracy Camargo.