Suena la albahaca sobre la mesa,
rinde su aroma, y las semillas
besan la siesta salpicada de arena,
diminuta, por eso su aroma suena.
Vibra la albahaca entre mis manos,
embruja la piel con su fragancia,
humedece los pliegues y escancia
zumos que embriagan huesos. La mesa
es el altar del sacrificio,
donde estalla de amor con el perfume
y se amansa tibia, arrullada de
amor, incomprendida, a punto de gemir,
a punto de llorar, desconsolada.
Con lágrimas de aceite, su esencia
nos libera, de un golpe seco;
como un puñal de piel tan albahacado,
como un velo sublime, ¡ay!, ya rasgado,
ce eleva en busca de la luz solar
que le entregó Miguel en el verano.
En la penumbra cuaja su desgarrado
sino, por espada animal, atormentado.
Por dedos lujuriosos, estrujado.
Por manos desbordadas, ultrajado.
Y ella, con el velo ya rasgado,
se eleva, cae, sangra su aroma
picante, etéreo, y se alza a la luz
que ocho minutos atrás le envió su amado.