Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
La intrusa1. El informe de Brodie. Jorge Luis Borges
Podría decirse, sin temor a errores, que todo comenzó cuando la Juana resbaló. Puso rumbo al prostíbulo, huyó del juez de Paz, Cristián Nelson y su hermano comisario, Eduardo. Tal vez, se dijo entonces, era momento de meterlos en ese morral cosido con rosetas, en el que ya había puesto a su madre, y a esos dos que la convencieron, sin mucho esfuerzo, del resbalón de su hija. Así, más o menos, comenzaba la historia, según rodaba en los velorios de la zona cuando entraba la noche, y ya no caía nadie a presentar respetos a vivos, ni a muertos.
La mami, como Juliana se refería a su madre, no había sabido qué hacer con la niña después de inaugurada la viudez. A cambio de comida, la había entregado para labores caseras. Y cuando ya violentada ese un yuyito sin flores que dieran forma a su cuerpo, la mami trocó por un techo sus favores forzados. De mano en mano, de sobón en sobón, de cocina en cocina, de patio en patio, de catre en catre, creció la niña. Hasta que la Providencia hizo que se cruzara con los hermanos Nelson, o ellos forzaron a la Providencia cuando la Juana, rebautizada al descuido por esos dos, en los tiempos en que la chica rodaba sin rumbo firme, ya era toda una granada silvestre con buena forma y color.
Un día, los hermanos le salieron al paso, hablaron con la lengua hinchada de libido, y ella, temerosa de la persecución por la mala vida ejercida en beneficio de otros, los rehuyó. Eso bastó para envenenarlos, como si la misma sierpe de aquel manzano cristiano les ganara la mente, luego el cuerpo animal, y, el alma.
En su intento de escape hacia el rancho materno, la chica se confió al abrojal, con la intención de dejarlos atrás de manera efectiva. El dúo, bien montado, dio tranquilo el rodeo, sin obligar a los pingos a trotar, y permitió que la mocita ganara el interior del rancho. Apenas aquellos pies desnudos traspusieron la puerta, Eduardo Nelson gritó desde el patio: “¡¡¡Polecíííía!!!”. Acto seguido, sin Ave María Purísima que valiese, ni esperar respuesta, irrumpieron. Vieron que la joven semidesnuda se untaba con grasa las heridas recientes. La vieja, en tanto, vaciaba el mate al costado del fogón, con la bombilla y la yerbera de cuero entre las piernas.
En fin, que astucia va, por parte de los Nelson, máximos funcionarios de esas soledades, y el desinterés de la mami, que no pujó por ella como cuando dio a luz, la Juana, como la llamaron los Nelson, sin que la progenitora atinara una defensa ante el yerro, alcanzó un mate al mayor como todo reproche. Así selló aquel nombre de guerra, donde ella sería le eterna derrotada. Juana, como se la conocería de ahí en más, comenzó aquella travesía, que otros conocen como vida, en la montura del juez de Paz. Casi de par en par, empujada contra el bordén delantero, tal vez montada en él, se fue. La llevaron con ellos.
En el camino, repasó la conversa que aquellos dos, y la mami, habían sostenido. Tuvo tiempo para hacerlo. La rumió, la puso patas arriba, de revés, hasta que finalmente abandonó su cuerpo a los embates del límite frontal de la montura, y por detrás, del juez de paz. Sintió un escalofrío nuevo, justo cuando caía a su memoria el instante en que aquellos dos la culparon de haber resbalado. Y ofrecieron a la mami, antes que diera el mal paso irremediable, hacerse cargo de ella.
Aquella tarde, porque creyó en esos dos, no creyó en las fuerzas de Juliana o, porque ella misma había perdido la voluntad de creer mucho tiempo antes, la mami asintió, mientras amasaba tortas fritas, untadas con ceniza, en su rodilla izquierda.
Algo devolvió a la joven a la montura; el escalofrío trepaba desde el huesito dulce hasta la coronilla. Atravesada por un rayo dorado que se erguía desde la tierra al Cielo, Juliana se estremeció, ahogó un quejido. Abandonada al sacudón, la inundó ese recuerdo y lo alojó en el corazón. “Ya van a ver ustedes lo que es un resbalón”, contaron algunos que pensó la joven, porque el pingo pareció entenderla y se sacudió consintiéndola. Cristián, ausente, sólo tiró de la rienda mientras apretaba más su cuerpo al de Juana.
En la casa que los Nelson compartían en la lomada, lejos del pueblo, Cristián se la pasó a Eduardo en propios brazos, quien la cargó hasta el ingreso. Cristián abrió, la recibió en los brazos y, entonces, el mayor y la Juana, sólo ellos dos traspasaron la puerta. El menor dio la vuelta, llevó de tiro los caballos al galpón, los desensilló cuidadosamente, les dio agua, los cepilló sin prisa. De regreso, vio por la ventana que la joven, semidesnuda, atizaba las brasas con un tronco. Ya en el interior, él también, advirtió que Cristián, desnudo, había alineado los jergones frente al fogón y estaba sentado con los brazos apoyados en el piso. Eduardo lo imitó, entonces Cristián dijo: “Sacate todo, Juana y vení acá, que vamos a curarte”. Juliana obedeció, calladamente.
Y allí, como dos lobos, lamieron las heridas, todas las heridas que tenía la Juana. La mordisquearon, en un juego cruel, mezcla de jerarquía y cariño, hasta el hartazgo, y, ella, a sabiendas de su rol, eligió la quietud. Eduardo se hizo a un lado, esperando su parte del botín. Para afrontar el embate, Juliana hizo un triángulo con su cuerpo y bajó la cabeza a ras del piso, apuntando a Cristián, que interpretó aquello como un gesto de sumisión, la rodeó e hizo lo suyo. Cuando Eduardo iba a imitar a su hermano, ella se tumbó boca arriba, y, según cuentan, aquel no supo, o no quiso optar por algo diferente.
Agotados, los tres, durmieron con el fuego velando su cansancio. Después, Juliana, se escurrió de aquellos hombres que quedaron entrelazados, envueltos como en papel de estraza. Se incorporó, descubrió una brasa dormida en la ceniza, y la sopló suavemente. La brasa despertó, y acarició apurada las cortezas cercanas. Pronto, los troncos secos cantaron una letanía perfumada que trepaba hacia el cielo conducida delicadamente por la chimenea. Con ambas manos, la joven arrimó el enorme caldero al fuego; se sentó, hizo un travesaño con sus brazos sobre las rodillas, y tumbó la cara. Su sopor fue interrumpido por el agua cantando; fue hasta la palangana, la completó con agua y mezcló el contenido con la mano derecha antes de lavarse. El líquido lamió sus heridas, sin mordiscos, como besos nuevos, antes que los lobos se recordaran. Pese a todo, dejó caer algunos ¡ay!, que engarzó al trajinado rosario de su vida.
En ese tren estuvieron, tal vez, unos dos, tal vez tres meses. El paso de los días, la habitualidad, el aburrimiento, hicieron que los Nelson retomaran el hilo de su vida. Y decidieron que ya estaba bien con todo aquello, que tampoco la diversión era para tanto y que, bueno, la Juana debía irse. Enviaron un moreno del pueblo, que los obedecía ciegamente, a la casa de la lomada y le dejaron en claro que debía entregarles la joven, lejos del pueblo, y ellos ya verían.
Juliana salió al patio cuando el moreno golpeó las manos, y preguntada que fue, cuando el muchacho argumentaba que debía escoltarla a pedido de los Nelson, negó llamarse Juana. Porque confió en ella o desconfiaba de los Nelson, y del propio destino que también tendría, el moreno dijo: “Ajá. Bueno. Sin Juana que valga, acá termina lo mío”. Alejó su galope de Juliana, del pueblo, y de los hermanos.
La joven se refugió en un prostíbulo establecido en el límite político de dos departamentos provinciales. Era un edificio colorado protegido por un puente tendido sobre un hilo de agua. De un lado administraban los Nelson; del foso para allá, un diputado de otra bandería que protegía y recaudaba del lupanar. Cuando Juliana se hizo allí, la encargada, sin preguntar mucho, le dio conchabo a cambio de aquel trabajo antiguo. En esos arrabales, Juliana descubrió que estaba encinta; preñada, al decir de una bruja que se alojaba en el prostíbulo, e influía en la vida y hacienda de los alrededores, a fuerza de mejunjes, hechizos en voz baja y efluvios varios. La pitonisa le aseguró que la preñez tenía unos meses de antigüedad. Vueltas del destino, o de la Providencia, la madama pasó a mejor vida, abriendo un nuevo mundo de posibilidades. Ante los acontecimientos, el diputado bajó a ese antro, dejó a cargo a la joven, que parecía más espabilada que el resto, y sin muchos responsos ni tiempo para pérdidas, Juliana pasó a ser madama. Sus compañeras, amazonas del sexo, cuidaron de ella, ayudaron a la bruja que hizo de comadrona cuando Juliana dio a luz un varón. Alumbrado que fue, ninguna de las mujeres escuchó el nombre del niño, y al examinarlo, lo bautizaron “Rebenque chico”, total la Juana, en ese estado no podía hacer nada.
Pasados unos buenos años, llegó el eco que Cristián Nelson era finado de muerte natural. Poco después, la bruja residente advirtió que había tenido que ejercitar sus artes para alejar a Eduardo Nelson, que andaba rondando el reducto. Con la entrega de la recaudación semanal, el diputado fue puesto en aviso de aquellas novedades. El tipo, llamó Edward al jefe de policía. “No te preocupes -dijo a la Juana-, esta no es su jurisdicción; pero ante cualquier problema, hacémelo saber, que ya veremos”. Eduard, se repitió Juliana, desconociendo la transliteración empleada por su patrón.
Algunos refieren que la bruja no estaba errada y, otros, que el diputado tampoco lo estaba, hasta que un día, el menor de los Nelson atravesó el foso. ¿Por qué tomó esa curva del destino, y no otra, después de tantos años? “Vine como cliente”, explicó, mientras el joven nacido en el burdel, ya mayor y ahora apodado Rebenque grande por las alternadoras, vigiló a aquel hombre, que desde su llegada bebió a destajo pociones de ajenjo que, en principio lo aliviaron, y luego le despertaron demonios escondidos por los tiempos de los tiempos. Juliana observaba todo desde un rincón. Entendió, y no necesitaba ser bruja, que las cosas, esa noche, irían a peor. Cuando Eduardo Nelson amenazó con quemar el lugar, con todo el mundo dentro y levantó una silla para castigar a una copera, Rebenque, como un rayo, le asestó un castañazo bien dado. Y así, mamporro tras mamporro, lo arreó hasta la puerta. Las mujeres de esa vida, los clientes, armaron bulla, y rodearon al lobo, envejecido. El mozo, con el presente y el futuro en sus manos, lo empujó hasta el puente, y a golpe limpio lo depositó del otro lado. Solo, humillado, alguien del viejo macho que huía hacia adelante, y cuando intentó regresar, trastabilló. El menor de los Nelson lucía verde a la luz zigzagueante de los faroles; dio un paso y cuando iba por el siguiente, cayó de bruces en la ciénaga. Sin poder, sin fuerzas para revertir la situación, pataleó, mas no pudo recuperar la vertical.
“¿Qué hago? ¿Sigo?”, dijo Rebenque a Juana. “No, está de su lado, en su jurisdicción”, replicó ella, se asomó al foso y dijo: “Eduard”. Alguien aseguró más tarde que fue así, porque si aquellos labios lo mentaban “Eduardo”, tal vez el viejo hubiese reaccionado. Como justificación, la mujer soltó a los que la rodeaban: “Lo llamé, y no responde”.
Sin embargo, boca abajo en el foso, el menor de los Nelson oyó: “¡Edward!”, y le pareció escucharlo de labios de la Juana. Mucho antes lo había escuchado de boca de su padre, y nunca más, hasta ese momento en que lo pronunció la Juana. Entonces, como un misterio que lo buscaba, le pareció que lo llamaban otra vez; era su padre que lo buscaba para dormir. “Todo es tan rápido ahora”, se dijo Eduardo. Hundió más la cara, dejó fláccido el cuerpo, como si fuera el epílogo del sacrificio de los perros rabiosos…
Quienes estaban en el tugurio aquella noche, recordaban con el paso de los años, que Juana, vuelta sobre sus pasos dijo a su hijo: “Desde ahora, dejás de llamarte Rebenque”. Luego repasó con la mirada a quienes la rodeaban: “Primero, tu nombre es Nelson. Y algo más, m’hijo, yo soy Juliana. Siempre he sido Juliana”. Salivó en el foso y apuntó la pregunta hacia el fondo: “¿Qué tal la resbalada?”.
Eduardo pretendió incorporarse, pero era tarde, su hermano de una mano, su padre de la otra, lo arrastraban consigo.
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La intrusa (información en Wikipedia), cuento de Jorge Luis Borges, publicado en El informe de Brodie. ↩︎