Hay personas con una sensibilidad enorme. El pequeño hombre no era así.

Aquella mañana de julio aconteció algo que logró vislumbrar varios años después.

Era, como queda señalado, una mañana de julio de 1978. Muy fría. Muy soleada.

El hombre pequeño estaba en su cama, con la cabecera orientada al Sur.

Era una cama con un entramado de maderas con cuatro encastres machos en otros tantos hembras que mantenían sexo permanente, debajo del colchón que sostenían. Lo envolvían sábanas de nylon, con dibujos de ondas verdes y blancas, con otros tiempos mhabían conocido otros ticon otros tiempos mempos.

Cumplían su función perfectamente al separar el cuerpo de las frazadas, baratas, que permitían capturar el calor que manaba del cuerpo.

Sábanas que habían perdido espesor y eran difíciles de sujetar para los elásticos.

Los continuos lavados y secados al aire les habían otorgado una nueva constitución.

Por sobre el conjunto, cubrecamas de algodón y nylon, descoloridos, con un damero negro y amarillo. Remataban en un adorno con borlas blancas deshilachadas por el uso.

A dos metros había una ventana, protegida del exterior por una persiana con listones de madera.

Carecía de taparrollos. Papeles y cartones delgados lo suplían.

Cerca de la ventana, en un patio con piso de tierra, el perro perseguía el calor del Sol.

En el techo se proyectaba, nítidamente, colorida, su figura invertida.

El pequeño hombre se revolvió en la cama, disfrutando del calor atrapado entre las sábanas.

¿Qué minúsculo agujero se había convertido en lente para proyectar en el techo desnudo y con revoque grueso, ese cinema de entrecasa atado al derrotero del Sol?

Estaba así, cuando los recuerdos de aquel día aparecieron.

Un tiempo antes, su madre, luego de un extenso paseo en el patio no despertaba de la siesta. Yacía de costado, quieta.

El padre del hombre pequeño, desesperado, le había llamado dando voces, gritos.

El pequeño hombre acudió.

Rodeó la cama matrimonial, por los pies, hacia la izquierda y observó a su madre, inerme.

Sin saber por qué, pidió la palangana plástica pequeña, con agua.

Luego no recordaba qué hizo, pero la solución devino de allí.

De sus deseos. Sin saber. Intuición pura. Ella salió del letargo.

Pareció emerger de un profundo sopor, inadvertida de la preocupación que le rodeaba.

Persistía en el silencio. Ese estado había esquivado la solución del agua que le había despertado.

Y estaba con ganas de pan, manteca y azúcar y un tazón de leche tibia.

La escena de aquel día le apareció mientras observaba en el techo-cinema al perro.

Eran las ocho de la mañana. Estaba muy frío.

Algo así como una hora más tarde su padre apareció en el marco de la puerta.

Desencajado.

“Mamá no despierta”, dijo.

El hombre pequeño supo, mientras iba en calzoncillos a la habitación de su madre, que aquella solución de la palangana y el agua sería inútil.

Hay maneras sutiles de conocer las cosas. De hacérnoslas saber.

¿Hay formas sutiles?

¿Hay formas?

¿Hay?

¡Ay!