Adiós Gerda. Hasta luego, Gerda. Una vez más, te saludo.
Vuelven a confirmar que eres tú quien yace en una antigua fotografía.
Tu rostro semicubierto, al que un médico húngaro, de apellido Kiszely, repasa suavemente con un esparadrapo. Trata de limpiar la comisura de tus labios, adornados con una gruesa cinta de sangre que se une a otra que mana de tu fosa nasal y caen tras besarte el cuello, entrelazadas por la gravedad irrebatible.
Tienes la mano izquierda cruzada sobre la derecha en el pecho. La muerte vino por ti. Gerta. Gerda Taro. Robert Capa 50 %. Photo Taro.
Tenías 26 años, y fuiste aplastada por un tanque un día de julio de 1937.
Pequeña Rubia yaces en la fotografía. Décadas más tarde, Roland Barthes, en La Cámara Lúcida, vincularía las imágenes fotográficas con la muerte, con algo que ya había perecido, y que parecía quedar inmodificable. O al menos así lo pretendíamos.
¡Ah, esta raza de la guerra! Este segmento de la evolución humana, tan devastadoramente guerrero y destructor. Tú, Gerta-Gerda-Robert Capa, que retrataste la vida sacudida por la guerra, estás allí tendida, con una bata prestada para amortajar tu humanidad desnuda, aplastada por maquinaria de la muerte.
Acallados tus ideales, tus esfuerzos, tus bienes y tus males. Te irás desnuda. Sin tu cámara fotográfica. Una vez más. Casi ochenta años después de tu primera partida, porque una fotografía te trae a 2018.
Una fotografía que, como creen algunos pueblos antiguos, te robó el último hálito, a cambio de pretender inmortalizarte.