La vi.

Desgastada. Descolorida.

Estaba aferrada a las sutiles flores de una ramita de cedrón; no podía pasar desapercibida. Las flores claras y diminutas estaban impedidas de ocultar ese cuerpo oscuro, gigantesco, que ahora parecía extraño cuando su presencia era habitual.

Aquella lluviosa mañana era la extensión de otros días en que el lugar parecía haberse convertido en un fragmento tropical.

Había llegado el otoño. Húmedo. La supremacía de diferentes tonalidades verdes ahora era invadida, y abrumada, indefectiblemente, por adorables colores pastel: amarillos, rojizos, hermosas muestras de una etapa cardinal de las plantas.

Y allí, ella, agonizaba encaramada a una de las extremidades floridas, y tan perfumadas, del cedrón.

¿En sus últimos momentos aún habría intentado libar de aquellas flores diminutas, aunque el regreso a la colmena fuera una quimera?

¿Qué invisibles y sutiles entidades la habían guiado hasta ese descanso alimonado? Seguramente estaban allí, rodeándole, los custodios de la vida natural.

Otros observarían desde las nubes, leves, mutando en formas. En tanto, se desvanecía lentamente la conexión magnética de esta obrera con sus hermanas y su reina.

Supe que sus protectores se hallaban allí, porque al aproximarme a ella, dominado por la curiosidad, una hoja marrón, carcomida, levantó vuelo en brazos de la brisa, hizo una singular pirueta y quedó depositada delante de mis pies.

Leves mensajeros permitieron que llegara hasta ese límite. La vida y la muerte. Creación y destrucción se manifestaban en ese rincón del Universo.

Abrazados por Bhumi, Pachamama, Madre Tierra, Gaia, Gea, la abeja en sus estertores, y yo como humano, en los míos, danzábamos la vida en el regazo de Shiva, Kali, Usur.


Crédito de la imagen: Bee and lilac, by Thomas Jörn. La imagen original fue rotada por mí para incluirla aquí.